No sé si has estado alguna vez en una situación en la que tu vida corría cierto peligro y tú, contra todo pronóstico, no podías hacer otra cosa más que reír. Yo sí. Y la experiencia es, cuanto menos, surrealista.
Hará un par de meses que el trabajo nos llevó a mi compañera Verónica y a mi a un país chiquitillo in the middle of the Mediterranean Sea, cuyo nombre no revelaré explícitamente en este texto por cuestiones de privacidad (que ya sabe uno esto del «Internete» cómo funciona), pero que a cualquiera que haya estado bastaría con decirle que «hay más coches que personas, aproximadamente una iglesia por cada 20 habitantes y es una mezcla entre Túnez y Magaluf» para saber de qué lugar se trata. ¡Ah! y hay gatos. Muchos.
De algún modo ya presentíamos que aquel viaje iba a ser toda una aventura. El cliente al que íbamos a visitar es el patriarca y jefe de un pequeño clan familiar que, entre otras muchas cosas, vende sistemas de almacenaje. Un tipo que se podría denominar fácilmente como «personaje»
Atento y agradecido a más no poder de que hubiéramos logrado encajar una visita en nuestra apretada agenda, nos trató con la hospitalidad propia de esas tierras; tanta, que en algún momento llegamos a barajar la posibilidad de estar sufriendo algún tipo de secuestro no reconocido.
Todo comenzó en el aeropuerto. Allí estaba él, esperándonos muy amablemente con su coche estacionado – que no parado- en el espacio reservado únicamente para los taxis.
Si en algún momento tuvimos la más mínima esperanza de ir al hotel a dejar las maletas y refrescarnos un poco después de dos vuelos y más de 8 horas en danza, se desvanecieron rápidamente a la pregunta «¿Qué agenda tenéis para hoy? Porque he pensado que podíamos ir a ver a un cliente mío…»
Ahí empezó todo, con el Peugeot ranchera blanco que nunca se cierra y que pasaría a ser el escenario principal de nuestras siguientes 48 horas.
Y cuando digo que nunca se cierra, no me refiero a que se omita el uso de la llave, no, me refiero a que se dejan las puertas literalmente abiertas, independientemente de si dentro hay chaquetas, libretas, bolsas del duty free con galletitas y jamón cortesía de la Península o cargadores varios. Aunque eso sí, las maletas en el maletero, no vaya a ser qué.
Como la persona a la que íbamos a ver no iba a llegar al lugar hasta media hora más tarde, nuestro cliente nos preguntó si teníamos hambre y si nos apetecía probar unos pastelillos de queso típicos de allí. Eran pasadas las dos y media de la tarde y aunque habíamos engañado al estómago con algo de «comida» del avión accedimos, pues una de las lecciones más valiosas que aprendí como Export Manager y que me enseñó mi compañero Juan (quien a su vez parafraseaba al ex presidente Zapatero, si no me equivoco) viene a decir algo como: come cuando se te presente la ocasión, porque nunca sabes cuándo vas a tener otra oportunidad de hacerlo.
Así que allá fuimos, ataviadas con nuestras mejores galas de casual business a degustar aquellas supuestas maravillas al ¿obrador? ¿cafetería? ¿local enano y lúgubre con horno y 4 mesas de los años 70? Es a día de hoy que aún no sé cómo describir aquellos escasos 15 metros cuadrados en el que 6 pares de ojos nos miraban como si los verdaderos pastelillos fuéramos nosotras.
Una vez repuestas de la impresión inicial, hubo que reconocer que los famosos hojaldres estaban buenos. O si no que se lo digan a Plácido Domingo, quien según cuenta la leyenda, pedía ir expresamente a este lugar a por los bocaditos de queso. Vete tú a saber.
Cuando acabamos de dar cuenta de la comida volvimos al coche y pusimos rumbo a nuestro destino. Entre tanto pastelito y tanto té, la hora se nos había echado encima por lo que nuestro guía decidió que lo mejor sería pisarle un poco al acelerador para ganar tiempo.
No sé si has experimentado alguna vez ser copiloto de un conductor temerario, pero en un lugar con una escasa infraestructura vial y coches «semi-tartánicos», vivir en primera persona un adelantamiento en el que ves venir un coche en sentido contrario -que no aminora- y una serie de balizas en el medio de los dos carriles, te lleva a una situación en la que solo puedes optar por dos cosas: reír o llorar.
Yo opté por lo primero mientras mentalmente repetía, a modo de mantra, que si aquel hombrecillo a sus «sesenta-y» no se había matado ya, no iría a hacerlo ahora con nosotras en el coche. Que imagínate el papeleo, tú.
Pero más risa me dio (ya con ciertos tintes de histeria) cuando desde la parte de atrás del vehículo se oye un «¡…Patty…!» en un susurro, como pidiendo auxilio, expelido por una Verónica que debió pensar que en aquel momento era más práctico encomendarse a mí y me hiciera con los mandos del coche que al mismo Dios, que fijo que cuando llegase, ya era tarde.
Nos costó lo nuestro reponernos del shock inicial, pero más darnos cuenta de que ese estilo de conducción era de lo más estándar en la isla; así que como no nos quedaba otra, optamos por resignarnos y empezar a trapichear biodramina alante, biodramina atrás, porque una cosa está clara: queda muy mal eso de vomitarle el coche a tu cliente, por mal que conduzca.
En realidad creo que llegamos a sufrir una especie de síndrome de Estocolmo, porque no se explica como dejamos de ver como algo anormal parar el coche en mitad de la carretera con las puertas abiertas y sin warnings (pa qué) para bajar a contemplar el paisaje; o hacer un adelantamiento interior por ciudad, en plena curva y a toda pastilla. Pero el momento cumbre fue sin duda cuando, tras barajar como explicación más plausible que los zapatos de aquel hombre estuvieran forrados de plomo y de ahí que pisara tanto el acelerador, eché por curiosidad un vistazo de reojo al velocímetro para ver, con una mezcla de estupor y falta de extrañeza, cómo la aguja se tambaleaba lánguida cerca del cero.
Aunque pensándolo bien y para el caso que le hacía, normal que no se hubiera dado cuenta que no funcionaba.
El resto de nuestra estancia continuó en la misma tónica de excentricidades sin mayores incidentes y lo cierto es que además de trabajar, nuestro anfitrión nos brindó una oportunidad única para recorrer la isla de una de las mejores maneras: acompañadas por un pintoresco nativo con una excelente memoria para los datos históricos y una vocación oculta de guía turístico que nos ayudó a conocer y entender mejor ese país y a sus gentes.
Así que de este viaje nos trajimos, a modo de souvenir, anécdotas varias y un buen puñado de risas cansadas, liberadoras, de las que salen solas al final de un largo día.
Y por supuesto a él. A un hombre temerario al volante para quien las señales de tráfico no significan nada, capaz de crear carriles de circulación donde antes no existían o de emprender una guerra de cláxones cuando le recriminan que va en dirección contraria. En definitiva, un hombre que no teme a la muerte… pero que paradójicamente huye como un niño asustado cuando se cuela por la ventana un pequeño ruiseñor.
He’s such a character!
Toda una experiencia inolvidable. no me extraña la risa floja. pero sin duda alguna para recordar ahora que estáis a salvo
Sí, por suerte nos quedamos con la parte positiva y las anécdotas 🙂
Nena ! no nos cuentes estas cosas que luego el sufrimiento por cada viaje va en aumento 🙂
Me parto con Skinny, besos !!!
Jaja bueno, todos sabemos que la hipérbole es un buen recurso literario 😛